sábado, 15 de marzo de 2014

Jarrones holandeses

Corría el año 1886 cuando el ceramista Willem Van Der Zielwachten comenzó a fabricar sus famosos jarrones en un paraje cercano a la ciudad de Delft, en los Países Bajos.

De color azulado, característico de aquellas piezas que utilizaban el estaño como colorante para elaborar el esmalte cerámico, la producción de Willem abarcaba piezas tan variadas como baldosas, vasos, cazuelas, platos y utensilios, todos ellos decorados con los muy típicos paisajes holandeses: molinos, llanuras con tulipanes y damiselas en zuecos. Van Der Zielwachten había aprendido de los maestros artesanos que la porcelana blanca es más dura y resistente que la arcilla roja, esto sin mencionar sus magníficos colores -que la hacían mucho más atractiva a los ojos de sus clientes-, y de tal modo las fabricaba.

Sin embargo, las piezas favoritas de Willem, aquellas que elaboraba con gran detalle y dedicación, eran unos inútiles jarrones Delfts Blauw que lo obsesionaban. Eran inútiles porque el ceramista cerraba la boca del objeto en cuestión con una tapa, también de cerámica, imposible de abrir sin destruir completamente la pieza. De este modo, los jarrones servían como objeto decorativo -aspecto que no era en absoluto para desestimar-, pero no para el propósito primigenio de cualquiera de ellos. Como contener líquidos, por ejemplo.

Cierto día, Willem decidió confesarle a su mejor amigo Friederich Nieuwsgierig el motivo de su tan particular modo de elaborar jarrones. Era el siguiente: en el momento en que un cliente le encargaba una pieza, él recortaba un pequeño trozo de su propia alma para colocarla en el interior del jarrón. Una vez terminado el trabajo, cerraba la pieza herméticamente con aquella tapa que ya no podría abrirse.

-Es mi deseo que un jarrón hecho por mis manos no sea sólo un objeto más-, resumió a modo de confesión, y con eso concluyó la explicación.

A partir de entonces, el ceramista pasaba largas y frenéticas horas en su taller fabricando jarrones y recortando trocitos de su alma, que guardaba provisoriamente en una caja bellamente decorada y muy bien acolchada para que, de tan pequeños, no se arruinasen por un golpe o raspadura, y mucho menos se extraviasen.

Sucedió entonces aquel hecho que todos los habitantes del paraje recuerdan -también los habitantes de Delft, públicamente ellos lo admiten-, una tragedia que irrumpió en la tranquila y bucólica vida de los ceramistas holandeses, transformándola para siempre.

Un buen día, Willem decidió abandonar toda otra actividad que no fuera fabricar sus jarrones con tapa conteniendo trocitos de su alma. No se lo vio ya más por la taberna del pueblo y hasta dejó de solicitar los favores de Ingrid, su prometida entrada en carnes y en placeres.

Grande fue la sopresa de Friederich Nieuwsgierig cuando, ya muy preocupado por la suerte de su amigo luego de varios días de incertidumbre, se dirigió al taller para conocer su paradero y si, por caso, algo grave le hubiera sucedido. Al entrar al lugar divisó el cuerpo del ceramista tendido en el piso, muerto y aferrado a un jarrón Delfts Blauw con el último retazo de su alma adentro, que no alcanzó a tapar.

Según escribiera Friederich en su diario personal muchos años después, para la época en que murió Willem los holandeses ya no compraban porcelana proveniente de China, de excelente calidad por cierto, sino la que fabricaban sus propios ceramistas. Afirmaban con orgullo que la suya no sólo era la porcelana blanca más dura, resistente y con más bellos colores y figuras en todo el mundo. Además -y todos reconocían el mérito de Willem en ello- sus creaciones ya no eran simples objetos. Ahora tenían un alma.

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