sábado, 27 de junio de 2020

Distintos tiempos, diferentes lugares

Se conocieron casualmente, de paseo ambos por el parque de la ciudad. Conversaron larga y animadamente esa tarde, se dijeron cosas, tejieron historias, rieron juntos.

Fue la última vez que coincidieron en espacio y tiempo.

Porque inexplicablemente cayó sobre ellos una especie de maldición, una condena a vagar por esta vida y por este mundo sin volver a encontrarse. Aunque lo desearan, a pesar de anhelarlo, por más que lo buscaran, no volverían a encontrarse. Jamás.

Cuando él llegaba a la ciudad Tal, ella ya había partido. Cuando ella arribaba al pueblo Cual, él ya no estaba porque había partido hacia Aquel. Y así en más, vez tras vez, año tras año.

Podría suponerse que en estos tiempos de hipercomunicación las cosas serían más sencillas. Porque claro, al inicio de la relación la correspondencia principalmente era el medio, su manera de saberse cerca -y no la telefonía de larga distancia, fuera de su alcance. Y con cierta dosis de razón sospechaban que la morosidad del Servicio de Correos tenía gran parte de la culpa de sus desencuentros. Cuando arribaba la correspondencia, ya era tarde. Él ya estaba en otro lugar, ella ya había partido de otro sitio.

Pero no. Ni el correo electrónico, ni los mensajes de texto, y ni siquiera la mensajería instantánea, todos ellos onmipresentes e impertinentes, nada podían contra aquel estigma del desencuentro: él y ella no llegaban jamás a coincidir en el mismo espacio y tiempo.

Aún hoy, si se les pregunta ellos afirman que lo lograrán, en algún lugar algún día lo conseguirán, aunque íntimamente guarden el inefable anhelo de que aquel encuentro no se de muy tarde, demasiado tarde.

Ellos desean estar frente a frente y sentir que se agita su respiración.

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