martes, 2 de septiembre de 2014

Medicina para mi pterodáctilo

Aunque es sabido que el género se extinguió hace ciento cincuenta millones de años, mi nuevo amigo el pterodáctilo parece ignorarlo: se posa en el balcón de mi ventana todos los días al atardecer. Un poco por la altura -un balcón en el piso veinticinco frente al parque está suficientemente alejado de los ruidos de la calle y las miradas entre aterradas y curiosas de los vecinos- y otro poco por los trozos de pescado que comencé a dejarle apenas noté su presencia, día a día fue ganando confianza hasta aceptar mi cercanía.

Confieso que la hilera de dientes cónicos que decora su pico y la imponente imagen de sus alas abiertas a pleno cuando se posa en la baranda -a simple vista podría calcularle metro y medio, dos metros de envergadura- me intimidaban bastante al inicio de nuestra relación. Digo relación, por llamar de algún modo a este encuentro y sortear así el abismo de millones de años que existe entre nosotros. Pero finalmente noté que, bien alimentado y cuidado, no representaba sino una compañía curiosa y amigable.

Aquel día en que llegó lastimado yo noté enseguida que algo andaba mal al ver el esfuerzo que le tomó alcanzar el borde de la baranda. Primero pensé en un accidente: se habría enredado con los cables del trole o con los de luz. Pero luego noté las mordeduras. Evidentemente, el grado de domesticación que había alcanzado en su incursión diaria a mi balcón lo había llevado a acercarse demasiado al parque -tal vez para beber agua de la enorme fuente central- en dónde, los vecinos lo sabemos, vive una gran cantidad de perros callejeros que, seguramente envalentonados en la jauría, atacaron a mi amigo jurásico. Suelen no intimidarse ante nada. 

Cuando lo llamé a Darío, el veterinario que vive en el 5to. B, reconoció luego de sobreponerse del susto de la primera impresión, que no había adquirido en la universidad los conocimientos necesarios para atender a semejante bestia. Con total naturalidad me pidió el celular y llamó a su amigo David el paleontólogo -quién en menos de diez minutos estaba tocando el timbre del portero- y juntos elaboraron de buena gana, entre asombrados y extasiados, un diagnóstico y su tratamiento.

Ahora mi visitante de cada tarde se ha convertido en un amigo convaleciente que requiere de mis cuidados y anotaciones, reloj en mano, para no olvidar darle su medicina.

A veces me consuelo pensando que podría haber sido peor. Que fuera un gato, por ejemplo.

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