Nada de lo bueno desaparece, a pesar de que ciertas voluntades desaparecedoras, con sus veladas intenciones desaparecientes, en ocasiones han desaparecido o hecho desaparecer cosas y aun gentes.
Pero sucede que cada átomo de aquello dado por desaparecido se refugia entre la masa de los recuerdos y fluye con la energía de las causas justas.
Y algún día aparecen, aunque puede que se corporicen de las más variadas formas.
Y es entonces todo lo malo lo que desaparece bajo la voluntad revelada de la memoria, entidad que se niega cada vez y tozudamente a borronear aquellas líneas bien marcadas por la vida.
Aparece lo que parecía no estar, porque nada muere si vive en nuestro recuerdo y se recuesta en el horizonte de nuestra esperanza.
Un niño, con esa mirada entre asombrada y curiosa unida a una atención sincera; una mirada que no considera color, sexo o filiación política del sujeto destino de su sonrisa, simplemente sonríe.
Y esa expresión de un adulto frente al niño, que pareciera celebrar en ese instante el olvido de sus angustias y dolores frente al espejo de quien fuera alguna vez. Puro deleite.
Claro, no todo niño sonríe y no todo adulto aprecia, me apena reconocerlo. Hay dolores que empañan todo intento de celebración.
Pero qué satisfacción verlos cuando esa chispa sí enciende lo espontáneo del encuentro y festeja la vida. Una, la de quien comienza su recorrido y otra, la que lleva ya tiempo transcurriendo pero aun recuerda que alguna vez fue como aquel niño.
Luego, al momento de la separación, el adulto regresa a su gesto adusto por mandato, porque otros adultos, que ya no celebran, lo condenan. Y aquel niño que regresó a su memoria por un instante, corre raudamente a esconderse bajo las sábanas del qué dirán, no sea cosa.
Aquel cambio tiene multiples razones, motivos, excusas y pareceres. No hay una causa segura. Pero sí es cierto que el mundo sería diferente, afable y hasta más grato, si anduvieramos sobre nuestros pies rememorando aquello que revivimos en la sonrisa de aquel niño.