De esto hace ya varios años, tengo que hacer un esfuerzo para recordar cuantos, en los que compartimos techo y diván, momentos y ausencias, comida y soledad, angustias y consuelos.
Nuestras conversaciones versaban sobre arte, música, libros, viajes y sueños, aunque generalmente tenía la impresión de que solo yo hablaba. Confieso, egoistamente, que el eco de mi propia voz se me hacía suficiente como para presumir algún tipo interés de su parte en que siguiera yo con mi perorata. Nunca me lo reprochó, así que no abandoné jamás aquella práctica.
Finalmente un día llegó la noticia más temida. Ella partiría y me dejaría con mis soliloquios, mis comidas, mis ausencias y mis consuelos. Y un diván vacío. Desesperado, busqué en un profesional alguna palabra que me hiciera pensar que otro final era posible. Insistí, traté de persuadirlo hasta transformar mi ruego en un clamor urgente. Le reclamé,
-¿Está usted seguro? ¿No hay nada que podamos hacer?
-No, contestó secamente el veterinario.