
La vereda, el árbol, la calle con adoquines colándose por entre el asfalto desgastado de tanto anticipo de pozo eterno. La boca de tormenta sigue ahí agazapada, amenazante y traicionera, tan segura como está de que nadie la tendrá en cuenta hasta la próxima lluvia fuerte, cuando todo vuelva a anegarse por culpa de la basura que la tapa. Pero ella no teme: en cuanto baje el agua vuelve al anonimato.
Los pájaros, modelo animal de resistencia fútil, siguen en su esfuerzo sobrehumano -sobrepajaruno, a decir verdad- por sostener su atavismo a ultranza frente a nuestra invasión reciente y tecnófila. Y siguen, como si nada, cantándole al amanecer y a la puesta del sol.
Y así se nos va haciendo cierta la ciudad. Dura y difícil en ocasiones, atractiva de puro pintoresca las más, refugio e intemperie ya en secuencia, ya superpuestos, depende.
Una ciudad, si es propia suele estar vagamente ausente en la presencia y fuertemente presente en la ausencia. Pero ella nunca se queja: simplemente está, siempre presta a ayudar anudando nuestros recuerdos.
Leído en las aperturas de los programa 151, 386 y 593
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